EDITORIAL - En este número: Músicos de la B


El artista callejero es aquel que, circulando por los recovecos de la ciudad, se apropia de los lugares y los hace parte de sí. Existen muchos tipos; los músicos, bailarines, artesanos, grafitteros, pero cada uno de ellos modifica el escenario en donde despliega su producción cultural. Pero el arte callejero no se trata solamente de un modo diferente de relacionarse con los espacios públicos, sino también, de tender lazos de distintas maneras con los transeúntes quienes pueden agradecer con una moneda o permanecer indiferentes ante tamaña demostración de talento (o falta de él).

En este suplemento ahondamos en el significado que aportan estas intervenciones en la urbanidad, su relación con los pasajeros y peatones, y damos difusión a los artistas que se mueven por fuera de los espacios predeterminados e institucionalizados de la promoción cultural.

El arte está poblado de interrogantes y esas mismas preguntas vienen una y otra vez a plantearnos el por qué de las creaciones. Hay rebeldía, impacto, fugacidad. Todo eso sucede en un simple vagón de tren o subte o arte espontáneo en medio de la calle. Nosotros no nos quedamos con el por qué, sino que indagamos en el dónde, el cómo y el para qué.

Este número estará dedicado a aquellos músicos que circulan entre las estaciones y vagones de la línea B de subtes de Buenos Aires. Esta línea une el centro con el oeste de la ciudad. Allí convergen numerosos cantantes, guitarristas, pianistas quienes despliegan su talento ante los miles de pasajeros que día tras día utilizan este servicio público de transporte en la ciudad, quienes se transforman en el público de distintas expresiones culturales. Nos preguntamos por las causas que originan la elección de este lugar. Desde la distribución de los vagones, a la cantidad de circulación de gente en las horas que no son pico, hasta la profundidad de esta línea en la tierra. Los músicos se apropian de esos espacios, debido a la falta de políticas institucionales que los contengan y legitiman su presencia por la aceptación de los pasajeros, que aplauden y frecuentemente dejan una moneda en el estuche del músico.

El Gobierno de la Ciudad, a través de la empresa Metrovías, a cargo del servicio, otorga permisos a los músicos. Pero nos preguntamos si esto es suficiente como Estado a la hora de promover el trabajo de los artistas.

Charlar con los “Músicos de la B” implica abrir las puertas en las historias de vida de distintas personas que comparten un espacio común al momento de expresar su arte. Intentaremos desentrañar algunas cuestiones a tener en cuenta a la hora de hacer música en las profundidades de la tierra...

Agustina Abeal, Adriàn Arraigada, Noelia Culshaw, Julia Vitali

Un día en el subte

Germán Quevedo por Diego Montoya

La melodía de la organización


Por Julia Vitali

Todos los días los pasajeros de la línea B de subte tienen la posibilidad de disfrutar, o no, de las numerosas composiciones y versiones que los músicos interpretan allí, en las profundidades de la tierra, para “buscar el mango”. Boleros, metal, jazz, folklore, clásico, son algunos de los géneros que podés escuchar si entras en los vagones o transitas los andenes del tramo rojo del subterráneo.

No es azarosa la elección de este lugar. Y tampoco es azaroso el aumento de la cantidad de músicos que circulan allí en los últimos años. ¿Por qué tocan ahí y no en escenarios públicos? ¿Es el subte un escenario público? ¿El Estado debe garantizar las condiciones para que los músicos utilicen el subte como escenario?

Inicialmente podemos decir que falta información y formación respecto de los derechos que tienen los músicos para llevar a cabo su actividad y además, falta participación y gestión pública para que así sea. Esto es responsabilidad del Estado, pero también de los músicos.

“Elijo este espacio para tocar porque es un lugar donde hay gente que se renueva cada 5 minutos y yo puedo repetir mis obras ya que no tengo un repertorio muy amplio. No puedo tocar por más de media hora canciones que sean diferentes”, afirma Joaquín, un pianista autodidacta que toca música clásica en el subte desde hace seis meses. Tiene 27 años y asegura que lo hace porque le va bien. El pibe es un crack. Podría perfeccionar su técnica y quizás tocar en una orquesta o en una sinfónica pero elige estar sentado en el piso de la estación Carlos Pellegrini - pensarán algunos mientras le tiran un billete de dos pesos en el estuche del teclado-.

Por su parte, Sebastián, guitarrista y cantante de folklore, reflexiona acerca de por qué hay tantos músicos en esta línea: “Y supongo que porque se presta más (...) está como más oscura más abandonada, re hippie, hace calor, es como una zona oscura, faltan luces. Yo no me doy cuenta mucho porque yo estoy adentro en ese mundo tocando la guitarra, vengo todos los días, tocando la guitarra, tratando de estudiar y llevar un mango a mi casa y bueno uno hace lo que puede”. Hay algo de la bohemia del músico que atrae de este espacio. Para ellos es un escenario público. Transita mucha gente y goza de una bohemia particular tan acorde a la del músico es oscura, hay lugar.

El subte es propiedad de Subterráneos de Buenos Aires S.E, perteneciente al Gobierno de la Ciudad. Desde 1994 se encuentra concesionado a la operadora privada Metrovías. Esta compañía, según nos cuentan los músicos, tiene un sistema de permisos para que ellos puedan tocar, pero sólo en los pasillos. No así en los vagones y tampoco en las estaciones. Sin embargo, el trámite del permiso es largo, burocrático y engorroso, por lo cual los músicos tocan igual. Y la empresa, en la mayoría de los casos, no los molesta. A su vez, la compañía organiza festivales como Subte Vive o Festival de Jazz en la que participan músicos que no son los que trabajan allí todos los días, sino bandas e intérpretes del circuito. Es decir, no hay políticas concretas y eficaces destinadas a este sector.

“El tema de la propiedad privada es un problema- afirma Sebastián-, está la necesidad de crear espacios realmente libres, abiertos para que venga todo tipo de gente a tocar”. Ese pensamiento se profundizó con la tragedia ocurrida en Cromagnon en el año 2004 y la clausura de miles de bares y espacios donde los músicos independientes podían tocar. “Querés editar un disco y te enteras de que sale 25 mil pesos, que sale muy caro. El mercado de la música es carísimo y por algo es carísimo”, agrega. El grado de concentración de ese mercado también funciona como límite a quienes ejercen esta profesión. Sin embargo, con el acceso a las nuevas tecnologías, el avance en el uso de herramientas de sonido y las redes sociales, los músicos “más pequeños” se han hecho un lugar en la escena alternativa musical.

En octubre pasado se reglamentó la ley que crea el Instituto Nacional de la Música. Al frente del Instituto fue nombrado Diego Boris, un músico que desde la Unión de Músicos Independientes -una organización de músicos autogestionados de diversos géneros y de todo el país- , fue uno de los que redactó las bases y promovió la aprobación de esta norma. Durante unas jornadas para productores y músicos realizadas en Radio Nacional, esta semana, Boris asegruó que el Instituto no nace como una sede central sino que nace con seis sedes, una en cada región cultural: Nea, Noa, Nuevo Cuyo, Región central, Metropolitana y Patagonia. En ese sentido, agregó que “va a apuntar al fomento de la actividad musical en varias áreas, sobre todo música en vivo. Se va a fomentar fuertemente con los circuitos estables de música en vivo, la posibilidad de, a través de vales, producir discos, imprimir laminas, hacer tutorías en dvd, etc. Y además la posibilidad de mejorar la formación integral del músico, no sólo en la ejecución de su instrumento sino en la formación de cuáles son sus derechos intelectuales y laborales para que cuando el día de mañana el músico firme un contrato no esté firmando algo que lo perjudica”. Esta ley además se vincula con la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual en los artículos relacionados al espacio que la música argentina e independiente tiene que tener en las emisoras de radio y televisión.

La mayoría de los músicos consultados no estaban muy al tanto de toda esta legislación, con excepción de Sebastián que, incluso, tenía una postura sobre el tema. “La ley que sacaron ahora tiene muchos errores, me parece que la hicieron asi al boleo, es insignificante, está mal escrita. En una reunión que tuvimos con la gente del Empa (Escuela de Música Popular de Avellaneda) estábamos de acuerdo en que lo que quieren es controlar la cultura. Dar un espacio sí, pero con una bajada de línea donde no cualquiera puede tocar”.

Surge entonces esta idea de no querer tocar en algo organizado a nivel estatal para “no quedar pegado”. El músico no es independiente. Desde la elección del género, de la composición de los temas, los músicos toman posición.

La ley podrá tener errores o no, hay que aplicarla y ver cómo funciona, pero lo que queda claro es que la organización civil en articulación con el Estado es necesaria a la hora de resolver los problemas. La responsabilidad es de ambas partes. Los músicos que tocan en el subte están bien así. La empresa no los molesta. Pero si pudieran legitimar ese espacio artístico a través de permisos concretos, festivales, horarios y organización, podrían captar la atención de muchos más pasajeros. Y de esa manera “buscar el mango” de una mejor manera.

FOTO: Reportero Aventurero: Músicos del "Subte"

OASIS EN EL SUBTE


Por Noelia Culshaw

El subte de la línea B trabaja desde las 5 de la mañana hasta las 23 horas. A veces cuenta con “horarios pico” donde se llena de pasajeros, pero ya casi no existen momentos de menor movimiento. La Ciudad de Buenos Aires está superpoblada, y el subte resulta práctico hasta para quiénes viven en la Provincia y trabajan en Capital.

El trayecto, si bien es rápido, es agobiante. Los usuarios pelean por entrar y no quedarse afuera, otros pelean por salir y no pasarse de su parada. Algunos discuten por un asiento y el calor comienza a ser insoportable. Las caras largas y el mal humor son moneda corriente. En esa misma cotideanidad, entran en escena los músicos. Solistas o en grupo, a capella o con sus instrumentos.

Pero, ¿cuál es el rol del músico callejero en esta sociedad? El músico no pasa desapercibido.

El diario La Nación realizó un ensayo e invitó al primer violín del Teatro Colón y de la Filarmónica de Buenos Aires, Pablo Saraví, a ofrecer un concierto en el subte. El músico tocó durante media hora de incógnito, y en horario pico, obras de Bach, Mozart, Vivaldi, Telemann, y Kreisler. “Sin aplausos, sin gala y con poca atención”, reclama la nota. El trabajo intentaba analizar la percepción, el gusto y las prioridades en los argentinos.

Sin embargo, los resultados fueron positivos, a pesar de esa aparente “poca atención”. El violinista recaudó en media hora una suma doble a la que ganaría un músico profesional de su categoría. Con lo cual, a pesar de correr para llegar a horario, el usuario advierte la presencia de la música.

El 3 de Agosto de 2011 falleció Julián. Él tocaba el violín en el subte de la línea B hacía diez años. “Mi repertorio es variado y cambia según el ánimo de la gente que me escucha en cada vagón. Soy inventor de un nuevo estilo de música, una fusión entre los ruidos del subte y las melodías que salen del violín” dijo en una entrevista con Anabela Ascar. El músico era conocido como “el violinista de rulitos” y cuando fue arrollado por una formación mientras intentaba cruzar las vías en la estación Malabia, las redes sociales se inundaron de palabras de dolor. La noticia corrió rápidamente de boca en boca y todos sabían claramente quién era “el violinista de rulitos” que había fallecido.

La música aporta a este viaje diario una compañía. Un respiro al rutinario ajetreo del subterráneo. El músico elige éste espacio público para mostrar su arte por más de un motivo. Sebastián, guitarrista y cantante de folklore en la línea B del subte, explica que la ley de la música aprobada recientemente en el Congreso, no es nada clara y genera “diferencias y clacismo”. En el subte, cualquier estilo de música es bienvenido. No importa quién es el músico y cuán bueno es. No tiene costo monetario y sí, ganancia. Si bien la gente no viaja para verlos, los disfruta, a veces hasta aplauden. Joaquín apoya su piano en el suelo del subte, y ahí mismo se sienta. Toca clásicos. “Elijo las canciones que aunque sea música clásica, y la gente no sepa el nombre, es popular en todo el mundo, y la escucharon más de una vez seguro”, dice.

Termina su pieza y comienzan los aplausos, la gente se le acerca, le dice “seguí así, tocás bárbaro”, “gracias, estuvo buenísimo”; y Joaquín no sólo se lleva su ganancia monetaria si no, la “buena onda” recibida. “Con la gente tenés de todo, tenés gente copada, tenés gente que se calienta porque estás tocando. En horario pico vamos en contra de la mayor cantidad de gente, porque obviamente el espacio no da. Nos va bien con la recaudación” dice Juan. Él conforma el “BON APPÉTIT DUO (SAXO Y GUITARRA ELÉCTRICA) junto con Marco, son estudiantes en el Conservatorio de Música “Gilardo Gilardi”. Explican que es difícil conseguir lugares en donde tocar por que en general se les cobra a los músicos para hacerlo. El modo más sencillo para ellos de ganar dinero tocando música es convirtiéndose en músicos callejeros.

La ganancia no es sólo para los músicos, los usuarios disfrutan de su presencia. Hacen al viaje agobiante, más placentero. Forman parte de la rutina y resultan indispensables para embellecer el día a día.

DE TODO, COMO EN BOTICA


Por Adrián Arraigada

La multiculturalidad de las grandes ciudades (y de las pequeñas también) se visibilizan en los espacios públicos o semi públicos. En los subterráneos, y específicamente en la línea B de los subtes de Buenos Aires, sucede una especie de varieté constante. El espacio que toma el arte es distinto, como también distinto es el público, las butacas, las luces. Los vendedores no ofertan vasos descartables de gaseosas sino chicles, lapiceras, agendas o mapas. Y en medio – o en un costado, encima, entre- los artistas nos ofrecen casi por imposición su arte. Un arte musical que no pedimos, que casi no queremos, que nos emociona casi sí o sí.

Por supuesto que siempre hay opción: unos auriculares, bajarse del vagón. Pero casi nadie se queda al márgen de la música. Los repertorios son tan variados como los músicos que nos lo ofrecen. El subte es una varieté en movimiento, a 60 kilómetros por hora. En los andenes o en los vagones, la música lo llena todo. El espacio se ocupa y se vive de un modo determinado y casi como en una muestra de arte espontáneo, nos inundamos de polcas, música clásica, folklore, música andina, tangos.

En un vagón pueden ir unas cuarenta personas sentadas y en hora pico, paradas, las que entren. Y no están allí para escuchar música, sino que lo usan para movilizarse hacia el banco en el que trabajan, a la oficina, al call center, a la librería, al juzgado. Y en el medio, interviniendo, un músico con su instrumento, intentando lograr la unión de estas personas.

Los repertorios en el subte nos hablan acerca de una posición política de sus intérpretes. La difusión de obras propias, independientes, de música clásica, de ensambles tipo clown; todo puesto a merced de alegrar el viaje y mejorar el alma luego de una jornada de trabajo. Los músicos nutren a la ciudad en tanto decir artístico. ¿Cuándo se levanta esa bandera política? Cuando aparece el arte y la canción que suena es una y no otra. El rugir de la armónica con una canción de Gieco, el tronar de un acordeón litoraleño es un hecho político.

Se trata de reivindicar el modo de entender la vida a través del arte; cada intérprete decide su canción a partir de determinados factores: que sea convocante, más o menos alegre o emotivo y más o menos virtuoso. Esos tres factores se articulan constantemente para lograr llamar la atención del otro, modificarlo desde afuera hacia adentro y devolver un contacto emocional directo o una moneda. O ambas cosas. También se trata de entender la vida como un hecho cooperativo y no administrativo. Como puede verse en este mismo blog, Sebastián es un músico que elige el folklore y relató los problemas que tuvo para lograr tocar en el subte sin ser expulsado por los administradores de la empresa Metrovías, luchar contra los trámites burocráticos. Y el único fin es regalar música y obtener una moneda a colaboración. Así, pese a todo, el arte interviene. El arte nos media, es una mediación, empleando un término de Jesús Martín Barbero y cuando eso sucede, nos creamos nuevos una vez más. En el movimiento de los trenes sobre las vías se mueve el ser.

Los lugares donde sucede el arte, los andenes, los vagones abarrotados de gente, permite también que muchos artistas autodidactas y sin extensos repertorios puedan comunicarse por medio del arte. Así como los pasajeros se renuevan cada cinco o 10 minutos, las obras también. En su defecto, vagón tras vagón. Esos pequeños músicos -en cantidad de obras- con tres o cinco minutos de escena logran lo que quieren: que los pasajeros curiosos vayan a su casa a indagar más acerca de las obras, que los contacten por las redes sociales, que les brinden una ayuda económica, lograr una relativa economía cotidiana. Y los hay también aquellos que hasta han editado discos con el método “a la gorra”, incluso el vagón les ha quedado chico pero continúan yendo a él sólo por la satisfacción poética que encierra a esta mediación.

El subte actúa como un invernadero, donde esas pequeñas semillas germinan y crecen. Hay para todos los gustos, de todos los colores y estilos. La multiculturalidad de los pasajeros se armoniza con la diversidad de las obras artísticas que nos inundan el espacio, los oídos y el alma.

(...)En la lucha social también por la semilla se llega al fruto al árbol al infinito bosque que el viento hará cantar(…)

Roque Daltón, Ley de la vida.

César Pavón - - Entrevista

César Pavón nos cuenta un poco acerca de tocar en el Subte B de Buenos Aires y la difusión del arte en espacios no tradicionales. Si querés saber más acerca de él, www.cesarpavon.com.ar Fan Page: www.facebook.com/cesarpavonacordeon

UNA LUCHA BAJO TIERRA


Por Agustina Abeal

La Ciudad de Buenos Aires es una metrópolis en donde convergen millones de personas diariamente. Muchas viven en los distintos barrios porteños, mientras que otras se trasladan desde los suburbios para desempeñar distintas tareas. Pero todas ellas ocupan un espacio físico en la ciudad, un espacio que escasea cada vez más a medida que la población urbana crece y las políticas públicas para organizarla continúan ausentes.

Uno de los lugares en donde se observa con mayor agudeza la acumulación de individuos es en el transporte público, y específicamente el subterráneo. Unas 800000 personas lo utilizan por día para trasladarse por la ciudad, acortando de esta manera los tiempos del viaje. Dentro de la gran diversidad de individuos que utilizan el subte solamente para viajar, existen otros sujetos que utilizan ese lugar de tránsito (muy preciado en horas pico) con fines distintos para los que fue diseñado originalmente. Específicamente en la línea B, se pueden encontrar una gran cantidad de músicos que en el día a día se apropian de los distintos lugares que componen esta estructura subterránea de transporte; desde los pasillos que comunican hacia los molinetes, hasta los andenes y los vagones de los trenes. Ahora bien; teniendo en cuenta las complicaciones que pueden implicar acceder a este lugar (gran cantidad de pasajeros que no dejan lugar para que una persona se instale con su instrumento, normativas estatales y de la propia empresa privada Metrovías que regula el uso de los diferentes sectores para otras actividades) es necesario preguntarse de qué modo los músicos hacen suyos los distintos espacios de la línea B para desarrollar su actividad musical a cambio de dinero.

La respuesta a todas luces es simple. Frente a la ausencia de alternativas igual de rentables para los músicos que o bien inician su carrera, o no han tenido salida laboral continua, se despliega una estrategia de apropiación de este espacio de tránsito y una resignificación del mismo en dos sentidos; el primero como “lugar de trabajo” y como espacio de producción cultural.

Es posible preguntarse acerca de los límites entre el espacio público y privado, y si existen en realidad dichos límites ¿Puede hoy hablarse de apropiación del espacio? Con respecto a este tema, Canclini, en el capítulo “Zonas de indecisión entre lo público y lo privado” del libro “Cultura y Comunicación: entre lo global y lo local”, sostiene que es necesario trabajar ciertas nociones intermedias entre lo público y lo privado, y habla de nociones de lo semipúblico y lo semiprivado. Uno de los ejemplos que el autor propone es el de los shoppings, y explica que “son a la vez espacios públicos abiertos formalmente a todos, y donde se ejerce cierto modo de privatización” o “espacios privados de uso colectivo”. Esta última caracterización le cabe al subterráneo, ya que no posee condiciones de ingreso alguna hasta la zona del molinete, y a partir de la cual, la única que aparece es hay que abonar un boleto. Es decir que es un espacio público en ciertas áreas y en otras privado. Ahora bien; el pasajero que “privatiza” ese lugar al pagar el boleto para acceder al servicio, entiende que hay ciertas normas implícitas en el uso del medio del transporte (no puede hacer lo que quiera) y que la única finalidad del mismo es ser trasladado de un lugar a otro. ¿Qué sucede cuándo un músico irrumpe en un vagón o un andén con su instrumento, su micrófono y su amplificador sin ser invitado? En un océano de almas que circulan el subte anónimante, el músico logra visibilidad. Los muchachos del Bon Appétit Duo, que tocan dentro de los vagones todos los días desde hace tres años, explicaron que no todas las personas están dispuestas a escuchar una performance musical en este contexto; existen quienes se enojan y hasta los increpan para que cesen.

Habrá algunos pasajeros entonces que se verán forzados a presenciar la performance musical del artista mientras aguarda la llegada del tren, o mismo arriba del coche, en donde la única salida posible se da recién con la llegada a la próxima estación en donde puede elegir bajarse o continuar escuchando. La situación es distinta cuando el artista está instalado en los pasillos, de acceso a las boleterías, en donde el pasajero sí puede decidir disfrutar o no del show.

En relación a esto, Michel Foucault en “Sujeto y Poder” explica que “El poder funciona, se ejercita a través de una organización reticular. Y en sus redes circulan los individuos quienes están siempre en situaciones de sufrir o ejercitar ese poder, no son nunca el blanco inerte o consistente del poder ni son siempre los elementos de conexión. El poder transita transversalmente, no está quieto en los individuos" . Hay claramente una relación de poder, aunque sea breve y rápidamente subvertible, que se establece entre el artista y el pasajero y que se da con la ocupación intempestiva del lugar. El transeúnte fastidiado por la irrupción accede a la libertad abandonando el lugar.

Del mismo modo, existe un sistema de recompensa que premia en mayor o menor medida al artista en base a la calidad de su show y la variedad de su repertorio. Aquí la balanza con el yunque del poder se inclina hacia el pasajero que con su retribución económica decide en última instancia si ese músico se ha ganado el lugar que está ocupando y si puede seguir realizando la actividad. Así también sucede con el repertorio, que el artista irá variando de acuerdo a la cantidad recolectada por cada tema. Todos los artitas entrevistados coincidieron también que la actividad que llevan a cabo aquí es un trabajo; si no existiera esa paga voluntaria, no irían más. Y Polo Venturino, saxofonista de Bon Appétit contó que “La idea es que lo disfrutemos y que nos rinda económicamente; el nivel de satisfacción lo medimos con cuánto se llena nuestra bolsita. Si a la gente no le gusta no lo hacemos más”. También todos los músicos entrevistados coincidieron en que si bien existe un permiso exigido por Metrovías para tocar en cualquiera de las líneas, éste sólo se expide para las zonas de los pasillos que conducen hacia los molinetes. Y por otro lado no hay personal que controle si efectivamente quienes están trabajando allí los poseen. Existe una invisibilidad institucional hacia estos sujetos. Hasta el año 2011 se organizó el programa “Subte Vive”, destinado a promover acciones culturales en el lugar, como colocación de murales, concursos de fotografía e inclusive un festival de Jazz cada año. Pero sin explicación mediante y pese a su gran convocatoria, el programa dejó de llevarse a cabo.

Tampoco existe desde el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires una política cultural que dé cabida a todas personas que eligen irrumpir en este espacio, ni programas de incentivos ni de difusión de sus actividades. Sí existe un proyecto de ley para regular la actividad de los artistas callejeros, pero desde hace más de un año está durmiendo en un cajón de la Legislatura porteña.

Desde el gobierno nacional recientemente recientemente se ha promulgado la Ley de la Música que crea un Instituto Nacional para fomentar la actividad, pero esta acción es muy novel aun como para tener resultados.

No hay que olvidar que desde la Tragedia de Cromagnon en 2004, la disponibilidad de lugares habilitados para presentación de bandas se ha reducido significativamente, lo que acarrea mayor cantidad de exigencias (económicas, básicamente) dejando por fuera a muchísimos artistas. Entonces por un lado la necesidad económica lógica de cualquier individuo para asegurar su subsistencia sumada a la invisibilidad institucional de la que son objeto da como resultado esta estrategia de apropiación del espacio público. Una vez visibilizados este espacio “privatizado” deja de ser solamente un lugar de tránsito para convertirse en un ámbito laboral, y un espacio de producción cultural. Néstor García Canclini define “cultura como la producción de fenómenos que contribuyen mediante la representación o reelaboración simbólica de las estructuras materiales, a reproducir o transformar el sistema social” . Para este autor la cultura no sólo representa a la sociedad, si no que mediante la producción simbólica puede modificarla. Es en este sentido que hay lucha que se gesta hoy bajo tierra; la historia del artista que sólo con estar ahí cuenta la historia de su sociedad.
Foto: Suplemento urbanizarte

Entrevista a "el pianista del subte"

Joaquín nació un 8 de Octubre de 1986, es músico callejero del subterráneo de la línea B.

- ¿Hace cuánto tiempo que tocás en el subte?

En el subte toco hace 6 meses.

- ¿Por qué elegís este espacio para tocar?

Porque es un lugar donde hay gente que se renueva cada 5 minutos y yo puedo repetir mis obras ya que no tengo un repertorio muy amplio, tengo, conozco pero no tanto. No puedo tocar por más de media hora canciones que sean diferentes.

- ¿Cómo lográs tener este espacio?

Generalmente yo toco en las formaciones en movimiento (trenes), aprovecho cuando se van los músicos que tienen permiso, yo no lo tengo allá. Pero igual es raro que haya alguien que toque el piano, acá hay dos en este momento que tocan el teclado pero uno hace música popular, el otro jazz y yo clásico.

- ¿Te cobran un espacio?

No, todo lo contrario, existe un permiso que te da metrovías que te designa un horario para tocar. Yo en este momento, lo que estoy haciendo es aprovechando que ninguno toca en el espacio que corresponde, pero los permisos son gratis.

- ¿Hay buena respuesta de la gente, económicamente también?

Sí, acá me va bien, y me gusta hacerlo, y ver que a la gente le gusta.

- ¿Cómo elegís los temas que vas a tocar?

Y me lo responde tocando...onda, no se escucha moocho pero dijo algo así: Elijo las canciones que aunque sea música clásica, y la gente no sepa el nombre, es popular en todo el mundo, y la escucharon más de una vez seguro.